Ocurría lo mismo en otras latitudes. Las mentes más brillantes del mundo se congregaban en centros de investigación, laboratorios y universidades para encontrar en la ciencia y la medicina recomendaciones para evitar la propagación del virus, así como tratamientos y vacunas capaces de salvar vidas.
Y fue así, con medicina tradicional, con la incorporación de algunas medidas como el uso del tapabocas y el lavado de manos, y con la restricción de vuelos nacionales a esta zona del país como lograron desterrar, por un tiempo, la muerte por COVID-19 en este territorio.
La primera ola
Antes, un poco antes, el rigor de la pandemia les dio lecciones profundas. La COVID-19 no distingue fronteras, ni razas, y las selvas amazónicas también fueron testigos de la tragedia. Como a muchos en Colombia, Rosa Inés Herrera y su esposo se contagiaron de la COVID-19 en una fiesta y propagaron el virus a cinco miembros de la familia. El padre de Rosa fue uno de los seis adultos mayores que perdieron el ‘aire de vida’.
Algunos soportaron el rigor de la enfermedad en voz baja, recibiendo cuidados de familiares y amigos, encomendando la vida a las medicinas ancestrales y a la fortaleza espiritual que para algunos les exige el hecho de ser líderes de la comunidad. Otros sintieron los síntomas de la COVID-19 sin la certeza de saber si habían sido contagiados.
Además de la resistencia a hacerse la prueba diagnóstica por miedo a adquirir el virus, no fue posible hacer tamizajes con PCR, ya que el centro de salud de La Chorrera no cuenta con neveras y químicos para poderlas procesar y, desde el primer pico de la pandemia, se hizo cada vez más difícil enviarlas a la capital del departamento. Incluso, algunas pruebas de antígenos se dañaron al no poder conservar las temperaturas adecuadas.